Europa ha tratado con una delicadeza extrema a los distintos gobiernos españoles, sobre todo en materia tan delicada como el déficit fiscal. Por lo menos en público. En privado la cosa era diferente y nada más clara a la hora de llamar a las cosas por su nombre que Ángela Merkel, que solía echar pestes de los políticos españoles: “Con los fondos de cohesión, construyen carreteras vacías que no van a ninguna parte, aeropuertos sin aviones, y kilómetros y kilómetros de trenes de alta velocidad”.
Merkel ponía el dedo en la llaga. Aludía a inversiones públicas que no se recuperarán jamás, que no mejorarán el potencial de crecimiento, que nos han endeudado sin aportarnos nada a cambio, y cuyos costes de funcionamiento supondrán una pesada carga para los presupuestos del futuro. Ahora que todos los Gobiernos han recibido la orden de gastar todo lo que puedan, la austeridad en el gasto parece una política extemporánea. No lo es en modo alguno. Es evidente que carecer de un colchón fiscal ha condicionado la mediocre respuesta del Gobierno a la hora de apoyar a las empresas afectadas por la crisis, respuesta que no admite comparación con la que han llevado a cabo otros países. La economía es un proceso circular por el que las inversiones de hoy son las rentas del mañana. Si el ciclo se rompe, también lo hace la posibilidad de seguir invirtiendo. Las inversiones que les gustan a los políticos españoles son mayoritariamente suntuarias, de pura fachada y corto recorrido, sin futuro. Esas que nos han dejado indefensos frente a la pandemia. Veremos si pasa lo mismo con los fondos europeos, 140.000 millones de euros, que Europa nos ha prometido, y que Sánchez está empeñado en administrar por su cuenta.
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