Suele decirse que el sentido común es el menos común de los sentidos. Ejemplos en materia de política climática y competitividad industrial ha habido de sobra en los últimos tiempos en el seno de la UE. Ahí está, por citar solo alguno de los ejemplos más palmarios, el caso de la automoción. Una industria clave para el crecimiento económico del Viejo Continente que está sufriendo fuertes autoimposiciones regulatorias en materia medioambiental. Pero hay muchos otros sectores importantes (siderurgia, plásticos...) que están teniendo que competir con una mano atada a la espalda en un mercado global en el que no ha calado, ni mucho menos, el ‘espíritu verde’ que impregna a la UE. Espero que no me malinterpreten.
Estoy absolutamente de acuerdo en dar pasos decididos para frenar el cambio climático. Considero que la descarbonización de la economía debe ser un proceso irreversible. Aunque la clave está, en mi modesta opinión, en llevar a cabo esta transición colocando en una posición central a la industria y de manera ordenada y equilibrada. Pretender ser más papistas que el papa en esta materia no hace sino poner palos en las ruedas de nuestras empresas y perjudicarlas en relación a las de otros países que juegan con regulaciones medioambientales laxas o inexistentes. Recientemente, la CE ha presentado el Acuerdo Industrial Limpio, que, precisamente, pretende conciliar esas políticas climáticas con la competitividad industrial (impulso a la demanda de productos limpios, financiación, circularidad, acceso a los materiales...). El Plan de Acción sobre Energía Asequible, para abaratar la factura, o los paquetes ómnibus I y II, para simplificar el marco regulatorio para las empresas, también parecen ir por el buen camino.
El sentido común debería ser el más común de los sentidos.
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